Facebook You Tube

Cómo fui a dar con El Barreno.

0 Flares Filament.io 0 Flares ×

Porton de hierro El Barreno

Marta Susana Prieto

New Orleans, Oct. 13, 2017 

Diego Mejía, para servirle a usted, me dijo extendiéndome la mano, temblorosa, al igual que la mía, cuando conocí a quien sería el esposo de mi hija, Marcela, en unas cuantas semanas. Mas bien me pareció un hindú de última generación, con su trabajo en ingeniería electrónica en el D.F., que nacido en la Villa de San Antonio, cerca de Tegucigalpa. Se trasladaron a México después de la boda, y yo los visité a los pocos meses. Estaban tan contentos, que decidieron llevarme a Guanajuato por el fin de semana, prometiendo hacerme pasar una vacación inolvidable. Y lo lograron, aunque no de la manera que ellos pensaban.

En el camino Diego manejaba su  Nissan Corolla, y yo a su lado disfrutaba del paisaje, mientras Marcela dormitaba en el asiento de atrás. Platicamos de todo y terminé contándole las historias de mi familia paterna. Me explayé relatando las anécdotas que, desde pequeña,  escuché decir a mi papá, sobre mis ascendientes mexicanos.

El abuelo era ingeniero militar, graduado de la Escuela Superior de Guerra de México, en Chapultepec. Cuando yo tenía como diez y nueve años, fui a México, por primera vez, y tuve la oportunidad de palpar la placa que mencionaba: “Constructor: Ingeniero Enrique Prieto González”, del edificio del Hotel Regis, ubicado en una esquina  de la Alameda Central. Construido entre 1908 y 1910 y destruido en el terremoto de 1985, fue un centro histórico del cual se han escrito varios libros. El abuelo era cuñado de su propietario, don Rafael Reyes Spíndola, un personaje de la historia moderna de México.

La anécdota más vibrante es que mi abuelo, siendo Alcalde de San Juan del Río, cuando la Revolución Mexicana, estuvo frente a frente ante el propio Pancho Villa. No sé qué sucedió entre ellos, al parecer mi abuelo no le entregó la ciudad, aunque no hubo un incidente bélico que contar.  Hay varias hipótesis de por qué emigraron a Honduras, donde residimos ya, cuatro generaciones de la familia que fundaron a principios del siglo pasado. Siendo niña, recuerdo que frente a la casa de San Pedro Sula, brilló por mucho tiempo, la chapa metálica del Consulado de México. En San Juan del Río tenía una hacienda llamada “El Barreno”, donde nació mi papá.

Diciendo esto último, hubo un momento de magia. La conversación con Diego se interrumpió, nos miramos sorprendidos, porque estábamos justo, al lado de la carretera, donde un rótulo anunciaba “San Juan del Río”, con una flechita hacia la derecha, indicando el desvío. Más que una casualidad o una premonición, aquello se convirtió en una tentación,.

-No puede ser, le dije, aquí queda San Juan del Río, en medio de un frenazo del carro mientras Diego se estacionaba al lado de la carretera. Se bajó  y  yo también. Ambos estuvimos observando,  unos minutos, mirando hacia la explanada, donde se divisaban algunas cúpulas de iglesias y torres de campanarios. Siempre hubiera querido ir  a buscar el lugar donde nació mi papá, le dije. Hay una fotografía muy vieja de los abuelos,  rodeado de sus hijos pequeños, con un muro blanquecino en la parte de atrás.

-¿Por qué no vamos a buscar El Barreno? Me retó Diego, señalando el rótulo. Hubo un pequeño silencio en que, dentro de mí, crecía la emoción que alguna vez había sido ilusión y  ahora se estaba convirtiendo en una convicción. Pero nos vamos a desviar, proteste débilmente, deseando en mi interior, que él insistiera. Eso nos puede retrasar mucho la llegada a Guanajuato, dije.  Diego cruzó los brazos y se plantó, muy seguro de sí,  contestando: ¿Y eso que importa? Nos retrasamos. Pero usted pocas veces tendrá una oportunidad como ésta. Además, no tenemos nada que perder; ya estamos aquí.Marcela ya  había despertado y también nos animó. Pues sí, reafirmó, no tenemos nada que perder.  No recuerdo cuánto nos desviamos, el caso es que al poco rato estábamos en San Juan del Río, envueltos en la nebulosa impenetrable y misteriosa de la psique, que lo empuja a uno a buscarse  en el pasado, indagando en el pretérito, la búsqueda del Macondo de cada quien.   Recorrimos el poblado, que resultó ser una revelación de belleza colonial. Los largos ventanales abiertos,  con imágenes como sellos o emblemas  en la parte superior,  quizá identificaban a alguna familia, algún título colonial, protegidos por balcones, donde deben haber existido tantos Romeos y Julietas, tantas serenatas, mariachis y amores. Las calles empedradas, y en toda su plenitud, la iglesia colonial, que vislumbramos desde la carretera, todo fue parte de un recorrido en el preámbulo de lo que haríamos después: por dónde empezaríamos a buscar El Barreno.

-Ya sé, dije. Lo lógico es buscar al registro de la propiedad. ¿En sábado? es poco probable que esté abierto, dudó Marcela,. No importa, lo intentaremos, nos dimos ánimo. Yo pensé que lo más seguro es que una oficina pública estaría frente al parque central, por esa costumbre antigua de los conquistadores españoles, al fundar cada pueblo, de crear la cuadrícula central y en sus cuatro aristas: la iglesia, la cárcel, la gobernatura, las oficinas públicas. Bueno pues resultó que frente al parque resaltaba un gran letrero indicando “Registro Municipal”. ¿Y para una doble casualidad? A pesar de ser sábado y por alguna razón misteriosa, que no pregunté,  ¡Estaba abierto!

-Disculpe señor, me dirigí a la persona que estaba detrás de un mostrador. Le va a sonar rara mi pregunta, le dije, somos de Honduras, de allá venimos, y estamos tras las huellas de mis abuelos, que vivieron aquí hace cerca de cien años. Buscamos una propiedad a la que llamaban El Barreno.  Diego y Marcela  me apoyaban, observándome de cerca; Diego se acariciaba la barbilla, queriendo ocultar sus dudas. Nuestros rostros se llenaron de sorpresa ante la respuesta de mi informante. ¿El Barreno? Por supuesto que sí. No queda muy lejos de aquí, respondió el hombre con la mayor simpleza del mundo.

Nos miramos estupefactos. No podía ser tan fácil. ¿Sería otro Barreno?  Eso mismo le pregunté, si no existirían varias propiedades con ese nombre, pero el hombre me confirmó: “Que yo sepa, solamente ese Barreno existe y ha existido siempre”.  Después de eso preguntamos la manera de llegar. Queda muy cerca, señaló, en las afueras del pueblo. Quizá hace cien años era un lugar lejano, pero en la actualidad, con lo que ha crecido la población, casi está en el perímetro de la ciudad. No se perderá, siga por esta calle hasta el final y luego haga un giro a la izquierda, indicaba usando las manos. Allí encontrará El Barreno, aseguró.

Abandonamos el edificio que en su pared exterior daba tributo a Benito Juárez, con una placa conmemorativa, por haber propiciado la ley que crea el Registro Civil mexicano. Después de agradecerle varias veces, de diferentes maneras, que nos hubiera dicho algo equivalente a ganarnos la lotería, sin terminar de creer en tanta casualidad y tan buena suerte, seguimos las indicaciones y llegamos a un campo sembrado de maíz, y en la lejanía un largo muro que dejaba entrever los techos de varias construcciones. Quise imaginar que todo aquel sembradío alguna vez perteneció a la hacienda, como todos solíamos llamar a la casa de los abuelos,  pues éstas solían tener grandes extensiones de terreno. Ahora, el campo lucía separado de las construcciones, rodeadas por el alto muro de mampostería. Nos recibió un portón alto, de lámina de zinc, adosado a la tapia, que no permitía ver nada hacia el interior. Tocamos y salió un hombre con aspecto de vigilante; un campesino de sombrero, con un arma al cinto, que solamente entreabrió la puerta y preguntó qué queríamos. Para entonces yo ya estaba presa de una emoción incontenible, la imaginación y  la adrenalina me desbordaban, así que no me dejé intimidar ni por su aspecto  ni por el arma. Y empecé con la misma cantinela:

Mire, le resultará extraño, lo sé, pero soy de Honduras, vengo de muy lejos, mis abuelos eran mexicanos y hace cerca de cien años tenían una propiedad llamada El Barreno, que nos han dicho es esta misma, hemos venido de muy lejos y solamente quisiéramos observar. Sí, sí, ya sabemos que ahora tiene otros propietarios, nuestro interés es tan solo mirar cómo es y tomar unas cuantas fotografías. Le prometo que no haremos ningún daño y se lo vamos a agradecer toda la vida.

Marcela me susurraba algo, creo que me decía que no insistiera mucho, por prudencia, el hombre contestó que los dueños de la propiedad no estaban, que no había nadie, solamente él, cuidando, y que no podía dejar entrar a nadie. “Lo siento mucho” dijo y ya se disponía a cerrar, pero la adrenalina, que  había subido aún más dentro de mí,  me impedía dar marcha atrás. Estar tan cerca y no ver, era regresar derrotados. Le supliqué de nuevo: “Se lo ruego, le dije, no somos malas personas, créalo, somos gente de buena fe. Se imagina, ¿venir de tan lejos y no poder ni siquiera dar un vistazo, ahí adentro?  Le suplico, solamente déjeme tomar una fotografía. Mis palabras tomaron más fuerza cuando observé cierta duda en el vigilante, bajando la guardia; miraba a un hombre flaquear ante las súplicas de una mujer.  “Solo serán unos instantes” lo rematé. Entonces, sucedió el milagro. “Bueno, pero de aquí no pase;  está bien, tome su fotografía”.

Yo pegué un brinco hacia adentro, diciéndole muchas veces “gracias, gracias, se lo agradezco infinitamente, si usted supiera…” no sé qué más cosas le dije, no tuve que fingir mucho, las palabras me salían del corazón.  El portón se abrió y  sentí que caían los muros de Jericó, que se abría todo un mundo ahí adentro. Una entrada principal al patio interior, cortaba al pequeño cerco de argamasa y piedra, dejando al descubierto una vieja casona, al fondo.  Al lado derecho, un puentecito de adobe cruzaba  un pequeño  arroyo, quizá era un drenaje natural, o algo así.  Fui tomando más atrevimiento al fotografiar aquí y allá, sin dejar de hablar, acercándome cada vez más,  a la casa.  De cerca miré las gruesas paredes. Creo que el guardia,  impresionado por la situación, permitía, o no se daba cuenta, que en la plática continuaba caminando sin que nada me lo impidiera. Qué maravilla, le decía, esos muros deben ser muy antiguos. ¡Si esas paredes hablaran, cuántas cosas contarían!  Al lado de todo aquel espacio, una especie de calle, o más bien un callejón, remataba al fondo en una construcción con techo de teja y gruesas columnas rollizas, también de mampostería, que podían alojar a un establo, una lechería, o una caballeriza.

Ya casi estábamos en la entrada del cerco interior, más pequeño, también de piedra y cal, hacia el portón  de la casa, donde observé forjado en hierro,  El Barreno,  para confirmarme que ese era el lugar. Mirando hacia adentro de la estancia, una  fuente de piedra, con tres escalones de bloques para alcanzar su altura,   me recordó la que tenían los abuelos en el patio de su casa, en San Isidro. Aunque algo diferente: era redonda, con forma de un tazón,   rodeada de un jardín de arbustos altos. Caminé unos pasos más;  adosado al edificio unas gradas de mampostería, amplias y elegantes, crispadas por las sombras de un inmenso árbol, que la hacía parecer, en sus reflejos, una pintura impresionista de Monet, conducían a la segunda planta de la casa, que no pude más que imaginar. Pensé que la casa, la lechería, el traspatio con un jardín y una fuente en medio, que conocí en mi niñez, en San Isidro,  era una réplica de aquellas haciendas mexicanas, una imagen que mis abuelos llevaron consigo, cuya idea  trasplantaron en su hacienda,  cerca de Río Blanco, en Honduras.

No pudimos ver más. Tuvimos que dar fin al proyecto, urgidos por el guardia, que  para entonces, ya estaba muy serio y quizá, no lo sé, arrepentido. Aunque con mucha suavidad se corrigió, casi en tono de disculpa, diciendo que lo sentía mucho, que volviéramos en otra ocasión, cuando los dueños estuvieran en casa. Caminé despacio, el pecho latiéndome con fuerza. Apreté la cámara, sabiendo que en aquellas cuantas fotografías llevaba el espíritu de los ladrillos, fuentes y portones, muros y argamasa, pensando en que tienen razón los indios de Guatemala, al impedir que uno les tome fotografías, por creer que éstas les roban el alma.

Quise creer que ese muro de mampostería era el mismo que se observaba en la vieja foto de familia, donde el hombre alto y guapo, de uniforme, luciendo un mostacho bien mexicano, que era el abuelo Enrique, tenía cerca a varios niños, a quienes creí mirar a tío Enrique y a tío Roberto. Y en los ojos bien abiertos,  grandes y tristes, con su rostro de niño de siete años, lleno de  sorpresa, me pareció adivinar a Mario,  mi papá. Cerré los ojos y por un instante observé una especie de pintura,  de tonos suaves, marrones y siena, como es el sepia, con la fuente del patio, en Honduras, y miré a mi abuela Susana, con su rostro bello y hablar suave, su falda larga crujiendo por la prisa, con sus pies ligeros, risa cristalina, y el tintineo de  un grueso manojo de llaves al cinto, por los alrededores del jardín.

Nunca sabré si todo eso fue  verdad o si solamente es producto de lo que quería creer. Quizá no era real,  aquel Barreno, quizá las historias que escuché de mi papá también eran producto de su imaginación infantil que la mía acomodó y transformó. No importa, me dije, si no fuera auténtico, con las realidad tangible que tocamos y vemos. Es verdadero en la percepción  inconsciente de mi pasado, para forjar  la representación y el significado que palpita en mi presente.

Qué importante lo que hicimos hoy, me dijo Diego, cuando salimos de El Barreno. Me siento  afortunado de acercarla un poco  a su memoria, me dijo.  Marcela no hablaba mucho, pero  yo adivinaba en su rostro la reflexión que da el descubrimiento. Yo les agradecí a ambos por aquel viaje. Por haberme hecho soñar un poco y conducirme al pasado para traerlo a tiempo actual, porque  el pretérito es como las raíces que sostienen al árbol, cuyas hojas son como los recuerdos, que siempre están con nosotros.

Luego, seguimos hacia Guanajuato, un poco más callados, sumidos en nuestras propias reflexiones.

DETALLE DEL TECHO EL BARRENO

A lo lejos, la Hacienda

Portón principal casa

Portón de hierro

Detalle casona El Barreno

Patio interior El Barreno

Puente de adobe El Barreno

Casa El Barreno

Callejón traspatio

Entrada principal El Barreno

Detalle interior casona

Entrada casona

Caballeriza El Barreno

Detalle gradas El Barreno

Ojo de buey El Barreno

San Juan del Río

Placa edificio San Juan del Río

Detalle ventana San Juan del Río

Detalle ventana San Juan del Río

Diego y Marcela San Juan del Rio

Porton San Juan del Río

Detalle ventana San Juan del Río

Detalle puente interior El Barreno

Fuente de piedra El Barreno

0 Flares Twitter 0 Facebook 0 LinkedIn 0 Email -- Filament.io 0 Flares ×
Publicado en: Crónicas de viajes, En las Noticias
como comprar

comprar

×