Marta Susana Prieto
El inicial encuentro entre españoles y pobladores de América, a partir del descubrimiento y la conquista, fue una colisión de sobresaltos, admiración, maravilla y extrañeza. El candor primitivo de los indígenas ante los trémulos ojos españoles, fue fulminante. Hombres que venían de una sociedad en la cual el recato y la moral perdía a las mujeres entre múltiples enaguas y refajos, se estremecieron ante la anatomía libre de los naturales, expuesta con candor, exentos de la malicia europea. Desencadenados los mecanismos de la atracción, pesaron más que el oro y las especias. La vibrante geografía, distintas reglas y costumbres, tan lejanos de su patria, derrotaron a los obstáculos morales y raciales. Pronto, en la nueva tierra, las comunidades comenzaron a poblarse de mestizos. De la Española (Santo Domingo) dice las Casas: “Aquí hay muchos mestizos hijos de españoles e indias, que generalmente nacen en estancias y despoblados”. Al paso de los siglos, estos nuevos seres se convertirían en pueblos y naciones enteras.
La fascinación de las indígenas por el conquistador español facilitaron las cosas. Hernán Cortés y Malinali o Malintzin, (la “malinche”) bautizada doña Marina, cambió la historia mexicana. De apenas quince años de edad, natural de Tabasco, a primera vista, su pasión adolescente se incendió ante la presencia de Cortés. Su total apego hacia el conquistador y su conocimiento del náhuatl, el maya y el español, la hizo indispensable para la conquista de México. Conocedora a profundidad del alma indígena, su modo de pensar y sentir, informó a Cortés lo suficiente para obtener su cometido de conquista y salvar su vida, muchas veces. Dio su primer hijo varón a Cortés, bautizado Martín, como su abuelo español.
Para muchos indígenas, la consanguinidad con tales hombres, considerados extraordinarios, era cuestión de gran honor. Cuando Cortés y los tlaxcaltecas, se hicieron solidarios contra los aztecas, en sello de su alianza, los conquistadores recibieron, como regalo, a las hijas de los caciques “para que sean vuestras mujeres y hagáis generación” y así “nos tengamos por hermanos”, fue lo que dijeron. A la hija de Maxixcatzin, llamada Zicuetzin, bautizada Elvira “que era muy hermosa”, Cortés la dio a su capitán Juan Velasquez de León. Al propio conquistador, Xicoténcatl el Viejo entregó a su hija Tecuiloatzin, bautizada María Luisa, a quien Cortés entregó a Pedro de Alvarado. Luisa lo acompañó fielmente en la conquista de Guatemala y se mantuvo a su lado hasta el final de sus días. Le dio dos hijos mestizos, Pedro y Leonor. Esta última, educada como una señorita española, casó con don Francisco de la Cueva, un caballero, primo del duque de Albuquerque y tuvieron cuatro o cinco hijos.
En cambio Anacaona, nacida en la Maguana (actual Haití), hermana de Bohechio y esposa del cacique Caonabo, por sospechas de un ataque a la colonia española en 1474 fue capturada por el Gobernador Nicolás de Ovando; acusada de traición, fue condenada a morir en la hoguera. Símbolo de dignidad, no aceptó clemencia para no convertirse en concubina de uno de los conquistadores españoles.
Singular es el caso de Gonzalo Guerrero. Cuando Cortés, en las costas de Tabasco, buscaba rescatar a dos náufragos españoles en cautiverio de las tribus yucatecas por más de ocho años, liberó a Gerónimo de Aguilar, quien hizo de guía y traductor por su dominio de la lengua maya. Todo lo contrario de su compañero, Gonzalo Guerrero se negó a ser rescatado y siguió entre los indios por amor a su mujer y a “sus lindos hijitos”, según relata Bernal Díaz del Castillo. De esa voluntad surgieron los primeros mestizos mexicanos y la veneración hacia Guerrero en Yucatán, como “padre del mestizaje”. Poco se menciona en las biografías, que este personaje, convertido en un guerrero maya, defendió a sus hermanos adoptivos en contra de los mismos españoles, y que en ayuda al Cacique Cicumba, del Valle de Sula, retó las aguas del océano con cincuenta canoas cargadas de guerreros mayas en ayuda del cacique hondureño y su lucha, en la ribera del Ulúa, contra el conquistador Pedro de Alvarado. Atravesado por una ballesta en la lucha al lado de los pobladores, Guerrero perdió su vida en el Valle de Sula.
Más se conoce de conquistadores en sus relaciones con indias. En muchos casos, pasaban a propiedad de éstos por derecho legal, como prisioneras de guerra o compradas. Vasco Núñez de Balboa acepto a la hija del cacique Careta, que, según Las Casas, era muy hermosa y el conquistador “holgóse mucho con ella, la cual tuvo por manceba..quiso y amó a Vasco Núñez mucho “. Éste vivió en su compañía hasta el fin de sus días.
La española raptada por el cacique Cicumba, tema de la novela “El rapto de la sevillana”, es referencia poco común sobre una mujer española unida a un indígena. Andrés de Cereceda, vagando, errante en la espesura del mundo vegetal del Valle de Sula, sumido en la más extrema necesidad de su gobernación, urgía la ayuda de don Pedro de Alvarado y su riqueza en la conquistada Guatemala, clamando “que se le ayude a deshacer el fuerte o albarrada que tenía hecho el cacique Cicumba y poner en libertad a una castellana, natural de Sevilla, que hacía diez años que tenía por mujer, que fue tomada con los que mataron en Puerto de Caballos, la cual persuadía a Cicumba que fuese amigo de los castellanos”. Es la única alusión a este hecho, que debemos al historiador de Indias, don Antonio de Herrera.
La novela “El rapto de la sevillana” convierte al amor en la prisión de la castellana. Atrapada en una geografía llena de susurros, lejos de su natal Sevilla, escuchando el canto sin palabras de las aguas del río Ulúa, espera a Cicumba entre los racimos de frutales del cacao. En la brisa se pierde el llanto de los niños de la Sevillana, los primeros mestizos del Valle de Sula, que como niños que son, lloran por la atención de la madre, prensados de sus faldas.
No sabemos cómo era Cicumba. Pero son sugerentes algunas referencias de los primeros historiadores de Indias. Por ellos se sabe de la belleza de las mujeres indígenas como las taínas, entre los pobladores de las islas, así como Malintzin y Anacaona. No puede haber sido menos el atractivo de los hombres. Pedro Mártir de Anglería se refiere a que los indios de las islas “eran hermosos, mansos y simples” “porque siguen viviendo en la edad del oro, desnudos, sin pesos ni medidas, sin el mortífero dinero, sin leyes, sin jueces calumniosos, sin libros, contentándose con la naturaleza, viven sin solicitud ninguna acerca del porvenir…” Vespucio sobre los indios de las Guayanas, afirmó que vivían sin ley alguna y que “según es de voluptuosa su vida, se les puede considerar como epicúreos..”
Aunque se prohibían los amancebamientos con las indígenas, éstos resultaron inevitables. Contribuía la falta de mujeres españolas que les acompañaran, pues la conquista “era cosa de hombres”, y no se permitieron mujeres sino hasta muchos años después. Resultaba imposible controlar en abstinencia a tantos hombres rudos, marineros y soldados, sujetos por meses al duro trabajo de la conquista ante las indígenas que no miraban mal acercarse a hombres tan diferentes. Una real cédula emitida en enero se 1514 suspendió la prohibición de los matrimonios mixtos; si los indios, una vez convertidos, eran “hombres” como los blancos, iguales a los españoles, según los teólogos, no se justificaba la prohibición de estas uniones.
Pero antes que las formalidades legales, la naturaleza ya había obrado su parte. El candor de los indígenas, la belleza de las mujeres, de los naturales, la prestancia de los españoles y la apostura de los hombres de la tierra, ya habían echado los dados de la naturaleza. Mas allá de las leyes, la lejanía, la soledad, la sorpresa y la inevitable atracción humana, habían hecho su parte.