Memoria de las sombras
«A la juventud hondureña» se lee en la dedicatoria de Memoria de las sombras, novela que retoma un tema recurrente en la literatura del país: la exaltación del cacique Lempira, héroe lenca de la resistencia contra los españoles.
Cuando el relato principia, ya la lucha ha concluido. En un convento de la ciudad de Gracias, la joven Ikchel, hija de uno de los caciques vencidos, se prepara para marchar, junto a su fiel servidor Mon-ká (Conejo de Piedra, bautizado ya como Ismael), con una dama española que la requiere para su servicio. Ikchel, según el mandato de Takaya, su madre, no tiene que dejar morir la memoria: esa es la justificación de su existencia: «La historia volvía a su recuerdo», son las palabras finales del primer capítulo (2005: 23). Asimismo, en una de las últimas páginas, cuando ya el mundo indígena se ha derrumbado, Takaya ruega a Mon-Ká: «sálvala» [a Ikchel] «para que quede alguien que cuente el horror y la muerte, pero también, que sea semilla para que no muera lo lenca» (296). Existe, pues, el deber de no olvidar. De testimoniar: de ahí, el nombre de la novela.
Esos dos momentos operan, pues, como marco del relato central. Por esta razón, el desarrollo de la historia, no obstante la presencia permanente del narrador omnisciente, podría interpretarse como el resultado de la evocación, como el ejercicio de la memoria, según lo supo presagiar la perspicacia materna. Hitos de ese recorrido: las peculiares condiciones del nacimiento de Ikchel (gracias a la intervención de un amuleto de una diosa extranjera de la cual tomó el nombre); la apacible infancia al lado de su madre, la serena y silenciosa Takaya; la sabiduría y comprensión de su padre, Ikchí, Señor de Colosuca; la camaradería con Mon-ká, el deforme servidor, insobornable en su afecto; las atractivas figuras de los hermanos de Ikchel, los adolescentes Keue-á y Keue-ú, de caracteres tan disímiles (uno impetuoso y el otro reflexivo); el persistente y disimulado acoso sexual del ambivalente Talure, consejero de su padre y —sobre todo— la aureola mágica y heroica que envuelve a Lempira, conductor de la resistencia. Una trama bien montada, pero la clave de la novela no radica en haber unido diferentes piezas anecdóticas. Además, el lector ya conoce lo esencial del conflicto propiamente dicho. Sabe, antes de empezar la lectura, que el factor aglutinante de los distintos hilos del relato radica en el enfrentamiento de españoles e indígenas que, en las montañas de Congolón, acarreará la muerte de Lempira y, con ello, como en la antigua épica griega, se precipitará la destrucción de los señoríos lencas.
Dado que no hay novedad en la esencia del conflicto ni tampoco en el desenlace, los aciertos de la novela descansan en otro nivel: en la ambientación de los acontecimientos; en la atmósfera que, gracias a los distintos motivos escogidos para ensamblar la trama, la autora supo forjar. Así, mediante un solvente conocimiento histórico y antropológico del pueblo lenca, recreó una serie de circunstancias contextuales que hacen creíble la ficción que propone. Otro aspecto muy acabado radica en la caracterización de los personajes a los que se percibe dotados de profundidad psicológica y con una carnadura humana que los vitaliza. Sobre todo, Prieto acierta al delinear la personalidad del cacique Lempira. Siendo el eje que vertebra la estructura novelística, evitó el detallismo en torno a su figura. De ahí que casi nunca aparezca en acción. Pero su presencia siempre flota en el ambiente. En las dos o tres oportunidades que lo vemos —sería más preciso decir que lo «sentimos»— aparece de soslayo, en una especie de contraluz que magnifica su calidad legendaria: Lempira es «El Hechizado», según sus contemporáneos lo visualizan: dotado de poderes que desafían el conocimiento común (aspecto que ha persistido en la memoria colectiva de las comunidades lencas). Al evitar enfocarlo de frente, Prieto se liberó de proporcionar hipotéticos datos biográficos que hubiesen entrado en la peligrosa palestra de la fidelidad histórica, escollo siempre latente cuando se trabaja con personajes célebres extraídos de la historiografia patria. Dicha solución le proporcionó libertad creativa en terrenos de menor peligro histórico. Tal, el trabajo cuidadoso aplicado a los otros personajes, producto de su imaginación y que son, justamente, los que le dan coherencia y verosimilitud novelística al texto. Igual labor desarrolló al forjar espacios y ambientes. En conjunto, una óptica acertada que permitió el despliegue de los elementos ficcionales.
Aspecto nuclear fue centrar la atención en la riqueza cultural del pueblo lenca: ritos (las «composturas»), comidas, bebidas, utensilios, costumbres, leyendas, medicinas, etc., desfilan por el libro. De esas prácticas cotidianas se desprende una impresión general de sabiduría. La consideración de los indígenas como seres que no han entrado en conflicto con el entorno físico. Que se guían por las leyes naturales dentro de un mundo coherente en donde los valores están jerarquizados. Sin caer en lecciones de tipo informativo o moral, la escritora nos acerca a una manera de percibir y sentir el universo; de valorar lo humano y de distinguir entre lo esencial y lo accesorio. Así, léase la secuencia cuando las mujeres acarrean el barro («La tierra viva»), material básico de su trabajo:
Solamente las mujeres diestras saben exactamente el sitio donde se arranca esa esencia de la tierra que es el barro, y que las arcillas más finas no se dan tan fácilmente, porque se esconden bajo el limo blando, siendo el negro más huidizo todavía. Solamente las escogidas pueden chucear el barrial, las que saben sacarle hijos a los suelos y lo hacen como una fiesta del espíritu, con método y con amor, como si aquellos fueran un templo y su labor cumpliera un ritual. […]
—La tierra se desquita y se enoja si se la ofende.
— ¿Qué clase de agravio?
—El peor: desperdiciarlo. Se debe tomar nada más que lo necesario; por eso las mujeres, al final del día, depositan cuidadosamente los sobrantes y los pegan de regreso donde estaban, para no molestar al espíritu de la tierra.
[…] las buenas alfareras, sabias en el florecimiento de las estaciones, habían seleccionado cada una su propio material, untándose con el corazón mismo de los suelos; daban gracias al alma de la montaña por las cazuelas y los comales que se dejan cocer, no se quiebran y sirven a la familia. […] Al llegar a casa, abrirían los cueros de venado y dejarían el contenido recibiendo baños de luna para que, en los días siguientes, las arcillas se secaran al sol y poder amasarlas sobre el piso. Estaban tarde ese día, porque sabían que había que aprovechar esa noche, que habría luna nueva, bajo la aprehensión de que si no respetaban las fases del astro, las vasijas se quebrarían y el barro saldría ruin (192-193).
Frente a esa actitud de respeto, Prieto destaca el actuar de los españoles. Reproduce, entre otros datos, la sorpresa que ocasionaron por armas, trajes, costumbres, cabalgaduras (grandes «venados») y, sobre todo, por la crueldad que desencadenaron, según se ilustra con una escalofriante escena del canibalismo practicado por las tribus indígenas que los acompañaban en calidad de aliados. El relato, supuestamente, es dado por un indígena de Telgua, testigo presencial:
Su matanza [la ejercida por los achíes] no tuvo límites. Solamente lo que yo vi, en pocos instantes, agarraron más de treinta de los nuestros. ¡Quisiera arrancarme los ojos para no mirar lo que vi, cuando los destazaron enteros, de un tajo, como quien aliña un tepezcuinte o un venado! Hicieron fuegos; los cortaban en piezas que ponían sobre los asaderos improvisados en medio del campo, devorándolos sin terminar de cocinar, repartiéndose uno un brazo, otro una pierna, engulléndolos con tanto gusto como si estuvieran en un festín. Muchos arrancaban a los niños tiernos de los pechos de las madres para chamuscarlos enteros, sobre las brasas, y tan hambrientos estaban, que no esperaban a que se terminaran de estofar, era tanta su prisa que a muchos los masticaban aún chorreando sangre!
— ¡Por todos los dioses! ¡Fue una matanza!
Keue-á y Keue-ú eran valientes, pero el relato les tenía los pelos de punta. Al de Talgua le faltaba aire para hacer el relato de corrido; tenía que hacer pausas para respirar.
— ¡Son carniceros! ¿Entiendes? ¡Bestiales comedores de hombres! A muchos que no se los terminaban de consumir, los metían en piezas en sus talegos, para irlos disfrutando por el camino (185).
Hay, pues, en la obra, un importante componente dirigido hacia la reflexión sobre lo que significó la conquista española. Redimensiona, ante los ojos del lector, la magnitud de la fractura física y emocional desencadenada por la acción violenta:
Muchos de los lencas que quedaron vivos se fueron a los montes, se radicaron en tierras donde con más sudor se saca el maíz porque los valles estaban ocupados por los nuevos amos de la tierra. Haciendo, en la soledad de las cumbres, su mundo aparte.
[…] Se aprenderá a vivir de otra manera. […] Los guancascos en vez de ídolos portarán santos.
Cuando se emborrachen con chicha la risa les saldrá hueca; el recuerdo los conducirá al monte a hacerles composturas. […] Y muchos repitarán su nombre, en la memoria de las piedras y de la sombra (311-312).
Como metamensaje global de la novela, un señalamiento hacia las raíces indígenas de la nación hondureña. Poco antes de que Ikchel, refugiada en un convento de Gracias, parta con la esposa de Domingo Salcedo, entre ella y Mon-ká, se establece un diálogo revelador:
— ¿Y, Lempira?
— Tampoco murió.
— ¿Entonces…?
— Escapó por cuevas secretas y está a salvo en el corazón de la tierra. También se hizo ser de la montaña.
— El alma de la montaña…
— Son los espíritus de los nuestros que allí viven. A nosotros nos queda la memoria y para que no se nos pierda, debe contarse.
— Estamos muy solos Mon-ká, y el recuerdo duele.
— Nunca estaremos solos, porque tenemos el recuerdo de lo acontecido. ¡El olvido es lo que duele! Desdeñar lo que somos, renegar de nuestros ancestros, olvidar nuestros orígenes, ¡eso es lo que nos acongoja!
— ¡Hiere lo que tuviste y ya no tienes!
— La vida no termina nunca. Cuando concluye algo, comienza otra cosa. El pasado es la base de lo que somos ahora. Lo acontecido explica lo actual. Y debemos tenerlo presente para las generaciones que vienen (309).
La novela histórica no tiene por qué ceñirse punto por punto a los hechos concretos. Esa es labor de la ciencia. Un tratadista clásico del tema, Georg Lukács, afirma que lo fundamental es no traicionar las grandes coordenadas de la historia, las que operaron en la época o momento que se novele. Prieto no las traiciona. Ofrece el impacto devastador que, sobre una comunidad indígena, tuvo la acción depredadora de la conquista española. Esta es una realidad, un hecho histórico. Y, para ello, acomodando las peripecias al interés que persigue, sigue la versión de la muerte de Lempira, según la recogió el cronista Fernando de Herrera en una de sus Décadas (en Carías, 1998: 300-302). Con plena libertad creativa tomó dicha opción porque se acomodaba mejor a lo que, estética e ideológicamente, quería transmitir.
Por otra parte, en la nueva novela histórica, tal como se presenta en América Latina, Seymour Menton apunta, como uno de sus elementos, la presencia del relativismo en el enfoque de los hechos: lo que conocemos, de las fuentes escritas, son versiones de los acontecimientos; es decir, opiniones o juicios distorsionados por la subjetividad o por el interés de quien redactó los documentos. Cuando un novelista desestima el ceñirse a una determinada visión de un suceso, en buena medida, plantea la imposibilidad de conocer la verdad histórica en forma absoluta. Pero, novelísticamente, lo importante es que, sin traicionar las líneas de fuerza que determinaron los hechos (las contradicciones sociales), recree un mundo coherente, válido en sí mismo en el que, a la hora de sopesarlo estéticamente, se puede prescindir de lo extraliterario (el asunto, como lo llama Kayser) para circunscribir los términos del análisis a la forma en que se manejaron los elementos escogidos, cualquiera que sea su naturaleza.
Ese es —creo— el caso de Prieto. Ella entrega su propia visión del mundo (dentro de la cual está inmersa su manera de percibir al pueblo lenca) a través de personajes que ideó con intensidad. Lempira es el jefe mitificado ya por sus contemporáneos. Ikchí, el cacique dubitativo, casi apabullado por el mundo que se le vino encima. Takaya, su esposa, viviendo en un mundo de silencio casi permanente pero apuntalando emocionalmente al marido. Talure, el consejero, ambiguo y de gran complejidad psicológica (¿traidor?, ¿arribista?, ¿perspicaz al vislumbrar los cambios del nuevo estado de cosas?), atormentado, sobre todo, por una pasión senil. Kae-á y Kae-ú, casi adolescentes pero respondiendo como bravos guerreros en defensa de su tierra. Ikchel, débil pero con una misión: guardar, en el futuro, la memoria de su raza. Mon-Ka, consciente de la necesidad de servir de escudo a quien lleva consigo las semillas de la memoria, el germen del futuro. Cada personaje, portador de amplias y vitales connotaciones y reflexiones. Mediante su interrelación Prieto pudo captar, como lo señala Mario Gallardo, «el aliento de la época».
Memoria de las sombras es una obra que, sobre todo, enseña a valorar la historia; no como una disciplina muerta, reservada al reino de los archivos o bibliotecas empolvadas, sino como legado vivo, como proceso continuo, presente en los actuales descendientes de quienes vivieron heroicamente un momento trágico y, en su heroicidad, hermoso. Una novela que enseña a justipreciar el pasado como punto de partida para enfrentar los retos del presente. A nuestro juicio, apta para un público juvenil. Concluimos con la acotación final de Gallardo: «Mención aparte merecen las maravillosas ilustraciones que acompañan esta novela, obra del pintor hondureño Miguel Ángel Ruiz Matutte» (22).